Niños en las Cruzadas

Niños en las Cruzadas


Templarios, hospitalarios, teutónicos, caballeros, pajes, reyes, condes… En las Cruzadas hubo de todo, ¡hasta niños!

En una y puede que, en dos ocasiones, grupos de niños se unieron al ímpetu de los cruzados por reconquistar Tierra Santa y esas curiosas expediciones pueden ser el origen del cuento del flautista de Hamelín.

La Cruzada de los Niños y el flautista

Las autoridades de aquel tiempo, tanto las eclesiásticas como las seglares lo reprobaron, pero lo cierto parece ser que, a principios del siglo XIII surgió un fervor incontrolable que pasó a la historia como la Cruzada de los Niños, aunque, de hecho, no estuvo sancionada por el papado y no contó con aprobación oficial alguna.

En junio de 1212, un joven pastor llamado Stephen, de Cloyes, pueblo cercano a Vendôme, Francia, tuvo una visión en la que Jesús le mandaba crear un ejército para apoyar la reconquista de Tierra Santa, en manos sarracenas (había sido conquistada durante la Primera Cruzada y en el litoral egipcio-palestino se habían fundado los que dieron en llamarse Estados Cruzados, pero el empuje de los turcos seljúcidas había recuperado el territorio poco antes para el Islam).

Según parece, el tal Stephen tuvo las mañas para reclutar una banda de seguidores que contaba con unos 50.000 niños y adultos pobres (algo similar a lo que se había dado un siglo antes en la llamada Cruzada de los Pobres, liderada por un santón conocido como Pedro el Ermitaño).

El grupo del pastor Stephen marchó a París para persuadir al rey francés, Felipe II, de que les llevara a la Cruzada y, aparentemente, el monarca les convenció para que regresaran a sus casas y se desentendieran de esas ideas.

Al mismo tiempo, en Colonia, también se constituyó otro grupo de jóvenes aspirantes a cruzados. Al parecer, fue bastante más numeroso y el líder resultó un niño de orígenes humildes llamado Nicholas que reclutó a sus seguidores en las tierras del Rin y el Bajo Lorena. El muchacho, lleno de un enorme fervor religioso que parecía desbordar a muchas figuras destacadas de aquellos años (como también sería el caso de Juana de Arco algo más tarde), aseguraba a sus partidarios que Dios les guiaría, que les ayudaría a arrebatarles Jerusalén a los musulmanes.

Cuando llegaron a Maguncia, algunos niños del grupo fueron persuadidos para que volvieran a sus casas. El resto marchó por Marbach, próximo a Colmar, y cruzaron los Alpes para entrar en Italia, donde se cree que se dividieron en dos grupos más reducidos. Las crónicas resultan turbias, pero se cree que algunos pusieron rumbo hacia Venecia, mientras que el grupo principal prosiguió por Piacenza y llegó a Génova, puerto importantísimo en aquellos años y posible lugar de partida si es que conseguían las naves para la travesía. Quizá algunos tuvieran éxito y pudieran subir a bordo de barcos con destino a algún lugar indeterminado de Tierra Santa. Aparentemente, un grupo de ellos alcanzó Roma, y otro regresó a Marsella. Algunos volvieron a sus casas. Pero la gran mayoría desapareció, sin más, sin dejar rastro.

Este discutido episodio que algunos historiadores creen falaz, por controvertido y estrambótico, no deja de demostrar un hecho fundamental de aquel siglo XIII: la pasión enconada por ese ideal cruzado.

De ser cierto, en nada contribuyó a la reconquista de Tierra Santa (que no se lograría nunca más), pero no deja lugar a dudas respecto al impacto moral de toda la imaginería y parafernalia de las Cruzadas en los europeos de aquel día.

De hecho, es muy probable que La leyenda del flautista de Hamelín beba de estas fuentes o, al menos, eso opinan muchos estudiosos de la literatura europea que lo relacionan directamente con el famoso poema homónimo de Robert Browning (publicado en 1842).