Los trovadores medievales

Los trovadores medievales


Curiosamente, nos cuesta recordar un párrafo cualquiera de nuestro libro favorito. Puede memorizarse, por supuesto, pero hay que hacerlo conscientemente, con un esfuerzo predeterminado o un número muy alto de repeticiones. Sin embargo, todos recordamos con facilidad decenas de canciones. La música, la rima, la combinación de ambas nos ayuda a mantener frescas en nuestra memoria incluso tonadas infantiles que llevamos años sin escuchar.
           

Es un hecho y la música de la Edad Media supo sacarle el jugo.

           
En aquellos tiempos no había periódicos, televisión o radio. Tampoco teléfonos. Las noticias viajaban por los caminos, gracias al trasiego de gentes de un lugar a otro y, además de su papel como entretenedores, los trovadores, juglares y minístreles jugaron un rol de reporteros.
           
Juglares y trovadores famosos del Edad Media<

Sus composiciones podían tener muy distintos trasfondos y los lugares en los que las interpretaban también podían ser muy diferentes. Hubo reyes que se consideraron trovadores como Dionisio el Liberal, Alfonso X el Sabio o Teobaldo de Navarra, por poner unos pocos ejemplos, y mantuvieron en su Corte a músicos variados que solo tocaban para las élites, entre las que, parece ser, se apreciaban las letras y melodías más sacralizadas y puras, como las famosas Cantigas de Santa María del propio Alfonso X.
           
Cantigas de escarnio y maldecir

Sin embargo, en los caminos y veredas había también un movimiento paralelo que se aprovechó del enorme éxito de estos músicos ambulantes. Y, entre ellos, fueron más populares otras composiciones en las que se hablaba del amor, de la vida, de la sociedad, de la iglesia, de los reyes, pero desde un punto de vista un tanto distinto; en muchos casos incluso con algo de mala baba, como en las conocidas como cantigas de escarnio o las de maldecir, en las cuales se incluían burlas explícitas en las que se podía hacer mofa del último bastardo engendrado por el rey de turno o se podía contar, con algo de picaresca, el último lío de un obispo.
           
Era habitual que, independientemente del tono más o menos satírico, las letras de estas composiciones dieran noticias de los enlaces entre los nobles, de las peleas de los obispos por las reliquias, de las riñas entre los señores feudales y, de entre todos esos asuntos, también de las grandes gestas.
           
En cierto sentido, aquel conjunto de músicos ambulantes que iba de pueblo en pueblo, pasando la gorra, haciendo unos dineros escasos (a no ser para unos pocos privilegiados), fueron cronistas de su tiempo y su público pareció mostrar una enorme preferencia por las grandes composiciones denominadas de gesta: aquellas que contaban las hazañas de sus héroes contra los infieles mahometanos o contra el que conviniese.
           

De ahí el Cantar del Mío Cid, de ahí Los Infantes de Lara, de ahí la Canción de Roland, de ahí multitud.

           
Al modo de novelistas, componían historias de grandes hombres que debían servir de ejemplo a sus gobernantes, distribuían sueños entre los más humildes. No había fútbol, tampoco el circo de los romanos. Había buhoneros, prestidigitadores, alguna troupe de artistas ambulantes y, sobre todo, estos músicos vagabundos que congregaban a todo el pueblo en la plaza o la taberna y cantaban la gran gesta del héroe en el que todos soñaban convertirse; el desterrado que lograba de nuevo el favor de su rey, el pordiosero que ascendía a la Corte, el hijo bastardo que conseguía el respeto de su padre.
           
Estos trovadores de gesta eran muy apreciados y lo que aprendí sobre ellos mientras estudiaba la lírica galaicoportuguesa me sirvió de inspiración para crear el personaje de Martín Códax, de cuya biografía oficial no tenemos idea, para convertirlo en protagonista de mi novela: Laín, el bastardo.