
Por razones sobre las que no cabría otra cosa que especular, pues no parece que jamás vayamos a tener una explicación constatada, Cayo Julio César determinó que, a su muerte, fuese su sobrino nieto Octavio quien le heredase.
Y resulta curioso que, una vez asegurada su posición al frente de Roma, tras deshacerse de Marco Antonio, el primer objetivo importante de Octavio fuera el norte de la península ibérica.
Literalmente, Octavio tenía un mundo donde elegir, podía haber centrado sus esfuerzos en cualquier rincón del vasto Imperio Romano. Las posibilidades eran infinitas, sin embargo, tomó la decisión de pacificar y conquistar definitivamente la cornisa cantábrica.
En Donde aúllan las colinas se plantea una curiosa explicación que, para mi alegría, ha sido bien vista por hombres con muchos más conocimientos que los míos.
Y esa hipótesis hunde sus raíces en el hecho de que Julio César conocía lo que hoy llamamos España, y la conocía relativamente bien.
Todo comenzó al poco de que él cumpliese treinta años, la edad mínima para ser elegido como cuestor. El joven César llegaría a la provincia de la Hispania Ulterior en el verano del año 69 a.C. para ejercer como juez y recaudador de impuestos en un territorio que, a día de hoy vendría a solaparse, con el sur de Portugal, un pellizco de Extremadura, otro de Castilla la Mancha y la casi totalidad de Andalucía.
Y sus cometidos lo llevaron a viajar de un extremo al otro de la provincia. Así conoció las ciudades más importantes de la provincia en aquellos días; las actuales Sevilla, Córdoba, Écija y, especialmente, Cádiz.
Precisamente en esta última se da uno de los episodios definitivos en la vida de Julio César. Al parecer, a los pies de una estatua del inconmensurable Alejandro Magno en el Templo de Hércules, sito en el islote que hoy se conoce como Sancti Petri, tuvo una epifanía. Lloró ante la imagen del general macedonio. Pues Julio César cayó en la cuenta de que tenía una edad similar a la de aquella leyenda en piedra y que, para su disgusto, mientras el conquistador del imperio persa había tenido tiempo de dejar una huella indeleble en la memoria de los historiadores, él no había hecho más que darse a conocer en la arena política.
Tras otro período en Roma, en el año 61 a.C. obtuvo el cargo de propetor para regresar a Hispania.
Y se cuenta que, en su círculo íntimo, tras ser cuestionado sobre el valor de gobernar tierras tan miserables, Julio César respondió que más valía ser el primer hombre de un pueblo como aquel que un segundón en Roma.
De hecho, esa es una idea que se repite en varias ocasiones a lo largo de su vida. Se acepta que Julio César admiraba la capacidad de lealtad y sacrificio de los soldurios de las tropas celtíberas. Llamativa fue para él la llamada devotio hispana, ese celo de los hombres que formaban la guardia de los reyezuelos locales, tan intenso que los llevaba a cometer suicidio tras la muerte de su líder. Tanto fue así que serían precisamente legionarios hispanos de sus propias tropas en los que confiaría para su protección personal años más tarde, cuando su seguridad en Roma se vería en entredicho. Y fueron esos grupos de guardaespaldas los que convertirían, más adelante, tras la caída de la República y el auge de la Roma imperial, en la archiconocida guardia pretoriana.
Sin embargo, además de esa admiración hacia las élites de los guerreros locales, no sabemos mucho de esta segunda estancia de Julio César en Hispania. Sí sabemos que tuvo tiempo de conocer aún mejor los territorios hispanos. Además de rapiñas con ansias pacificadoras en la Serra da Estrela del Portugal actual, también realizó incursiones en la cuenca del Duero. E incluso continuó avanzando hacia el norte, pues atravesó la hoy conocida como Galicia y sometió ciudades como Betanzos.
Pero no todo fueron éxitos militares, hubo otros aciertos en su segundo período en Hispania. Supo granjearse el respeto y el afecto de muchos jefes locales, además de llevar el progreso a ciudades y pueblos. Especialmente en Cádiz (que vuelve a jugar un papel importante en su vida), pues en la ciudad de la bahía Julio César deroga antiguas leyes, consideradas bárbaras para un romano moderno, e invierte grandes cantidades en obra pública, haciendo que la ciudad mejore en muchos aspectos y, como consecuencia, ganándose el aprecio de muchos nativos.
Pasarían los años, César conquistaría la Galia, Roma seguiría ganando poder y, llegado el momento, tras la muerte de Marco Licinio Craso a manos de los partos, el conocido Triunvirato que gobernaba se desmoronaría enfrentando a sus otros dos miembros, a Cneo Pompeyo y al propio Julio César. Daría comienzo la conocida como Segunda Guerra Civil de Roma.
Y, una vez más, Hispania jugaría un papel fundamental en el desarrollo de los acontecimientos.
El primer acto oficial fue el archiconocido cruce del Rubicón junto a sus legiones armadas hasta los dientes, evento al que por siempre, cierto o no, ha quedado unida la mítica frase: “Alea jacta est”; o versionado en términos más castizos, “la suerte está echada”.
La pronunciase o no la pronunciase, fuese o no fuese el río Rubicón, disquisiciones históricas a un lado, la verdad indudable es que fue una declaración de intenciones en toda regla y, como bien había supuesto el mismo Julio César, sin otro remedio, el Senado se vio obligado a actuar en
consecuencia, urgiendo a Cneo Pompeyo a que actuara en contra de aquel descarado general que traía sus legiones hasta las puertas de Roma.
Tras diferentes episodios que no vienen al caso, las legiones de Julio César llegaron a Hispania, donde había distribuidas varias guarniciones fieles a su enemigo que, en aquellos días seguía siendo el procónsul de la provincia.
Los dados habían rodado. Y la primera gran batalla entre las dos facciones tendría lugar en la actual Lérida.
Las tropas de César aprovecharon las cuencas fluviales y se posicionaron en las riberas del Segre. En tanto, los hombres en cuyas espaldas había depositado Pompeyo su destino, se refugiaron dentro de las murallas tras una riada inesperada en pleno verano, eventualidad que le sirvió al astuto César para remontar el río y buscar abastos que le permitieran sitiar a sus enemigos.
No mucho después, sometidos a la ineludible verdad, los leales a Pompeyo tuvieron que aceptar su derrota y, antes del otoño, se rindieron.
Llegaron entonces otros episodios sangrientos y duros. La guerra fue arrasando distintos lugares del Mediterráneo, en esas campañas tuvieron lugar la terrible batalla de Farsalia y el fatídico sitio de Dirraquio. Sin embargo, el final de la guerra aguardaba en Hispania.
Tras idas y venidas, episodios varios y mucha política, en el invierno del año 46 a.C., estalló una rebelión liderada por los hijos de Pompeyo, muerto en Egipto mucho antes.
Usando la antigua influencia de su padre, los hermanos Pompeyo y Tito Labieno consiguieron reunir un nuevo ejército de trece legiones entre las que
había una de ciudadanos romanos de Hispania y, a finales del año, tomaron el control de casi toda la provincia Ulterior.
Julio César partió una vez más dispuesto para la guerra y, tras varias escaramuzas previas, en marzo del 45 a.C. se libró la batalla final, la que pasaría a los anales como la batalla de Munda, lugar que, por más que han discutido los historiadores y expertos, jamás ha podido localizarse. Existen varias hipótesis razonables: la cordobesa Montilla, la malagueña Monda y algunas otras cuyo nombre actual no parece tener relación etimológica con el topónimo romano. Pero, hasta el momento, seguimos sin pruebas arqueológicas que permitan, al fin, localizar fuera de toda duda el campo de batalla que puso fin a la guerra civil entre César y Pompeyo.
Sea donde fuere, en algún lugar de la Bética los dos bandos colisionaron para resolver, de una vez por todas, la disputa que tenía en vilo al mundo conocido.
Plutarco lo dejó inmortalizado: «si muchas veces César había peleado por la victoria, en Munda peleó por su vida».
Y Julio César peleó, y ganó. Se convirtió en el hombre en cuyo puño residía el poder de la eterna Roma.
Tras esa última batalla, antes de regresar a enfrentarse al senado para convertirse en dictador vitalicio y, finalmente, morir apuñalado apenas un año después, Julio César permaneció unos tres meses más en tierras hispanas.
Y en ese tiempo hay momentos oscuros para la historia, pues es poco lo que conocemos con certeza. Sabemos que sofocó los últimos conatos de la
resistencia pompeyana, que otorgó la ciudadanía romana a muchas villas, incluyendo Cádiz, donde su discurso fue, una vez más, memorable. También sabemos que recorrió lugares en los que planeaba asentar a sus veteranos. Y lo más significativo, al menos para alimentar la especulación, fue su reunión en la actual Calpe con su sobrino Cayo Octavio Turino, el que se convertiría en augusto, en emperador; en el sucesor político de Julio César. Sobre dicho encuentro se ha derramado también mucha tinta, especialmente por la polémica que surge al respecto de lo que dicho encuentro pudo o no cambiar el testamento final de César. Pues en las últimas voluntades del conquistador, sorprendiendo a propios y extraños, su sobrino nieto saldría claramente beneficiado, y sería gracias a las disposiciones de ese testamento que Octavio pudo comenzar su carrera política, la que haría de él uno de los hombres más poderosos de la historia.
Además, y esa es la hipótesis que se plantea en Donde aúllan las colinas, Julio César pudo compartir con su sobrino un secreto. Quizás le explicó que durante esas semanas tras la batalla de Munda había viajado al norte, a la Gallaecia que había conocido en su juventud, porque allí había visto, años atrás, magníficos collares y trísqueles de oro macizo en los cuellos de sus jefezuelos.
Quizás le explicó que, en esas semanas tras la batalla de Munda había estado intentando encontrar las minas de donde salía el precioso metal. Puede que incluso le confesase que las había encontrado.
Quizás por eso, en cuanto se deshizo de Marco Antonio, el ambicioso sobrino de César decidió conquistar la cornisa cantábrica.
Fuera como fuese, lo que resulta indudable es que Octavio tuvo mucha prisa por iniciar la campaña en el norte peninsular y que, una vez victorioso, comenzó rápidamente a extraer oro de los múltiples yacimientos que allí había, un oro que le sirvió para costear el nacimiento de la Ro