
Aún recuerdo cuando leí la noticia en la prensa. Sentí una congoja que revivo ahora al visitar la memoria de aquel día.
Yo encontré las dos vocaciones de mi vida por culpa de Vuelo nocturno, de Correo del sur, de Piloto de guerra, de El principito. Fueron las líneas, los cuentos, la imaginación de Antoine Saint-Exupéry los que me convirtieron en lo que soy. Y aquel final entre nubes, aquel cartel de «desaparecido» le iba como un guante al genio de Lyon.
Volaba sobre el mediterráneo y lo atrapó la guerra contra la que protestaba su humanismo, todos lo sabíamos, pero en los años en los que su avión estuvo en paradero desconocido, los que lo queremos, los que lo admiramos, nos entretuvimos al imaginarlo volando hacia algún pequeño asteroide con una única rosa.
No se merecía el bueno de Antoine que le quitasen ese último sueño. Su avión no debió jamás abandonar el cielo, porque en el cielo están también las ilusiones que nos enseñó a adorar. Fue una pena que le arrebatasen ese último misterio.
Qué pena.
Una auténtica pena.
A mí, como aviador y escritor de cierto perfil público, me preguntan muchas veces en los medios por accidentes como el de mi adorado Antoine Saint-Exupéry.
Y en muchas ocasiones pretenden respuestas de lo más peregrinas en las que desean, se nota por la pregunta, que las contestaciones den lugar a conspiraciones, telepatías, telekinesias, conjuras masónicas o demás especulaciones. Sin embargo, desde mi experiencia, ese tipo de enfoques son siempre inútiles.
Los aviones son máquinas, los radares con máquinas, los sistemas de comunicación son máquinas y, en todos los casos, los operadores de esas máquinas son humanos; indefectiblemente, de tanto en tanto, se produce una combinación de averías y errores que, por desgracia, tiene como resultado la desaparición de un avión comercial en un terrible y desgraciado accidente. Y lo cierto es que no hay que complicar las explicaciones fuera del ámbito técnico, de tanto en tanto, por desgracia, sucede.
No sirve de consuelo, no ayuda a paliar los terribles efectos y es deber de todos los integrantes de la industria conseguir mejoras técnicas y humanas que reduzcan aún más estos desafortunados accidentes. Pero no tienen tras de sí nada misterioso, al menos hasta el momento.
Quizás es la increíble regulación y tecnificación del transporte aéreo, las mismas que consiguen que el número de incidentes sea menor a uno en cada millón de operaciones, la que hace difícil de comprender que, en ocasiones, haya desgracias aparentemente inexplicables, pero, sea como sea, de tanto en tanto, suceden.
Aun así, creo más bien que debe pensarse en el increíble margen de seguridad que se ha conseguido en la industria aeronáutica. Eso sí es un auténtico prodigio.
Además, con el tiempo, en la mayoría de esas raras ocasiones se termina por encontrar una explicación racional de esa increíble y rara cadena de averías y errores. Y debe ser así, porque eso permite que la industria avance.
Y yo, como aviador en activo, lo sé, sé que debe ser así. Sin embargo, yo sigo lamentando que encontrasen el avión de mi querido Antoine. Ese accidente, ese único, sí que debería seguir siendo un misterio, es el único que debería serlo, por siempre, para siempre…
Gracias querido amigo, gracias por haberme dado la mano cuando la necesitaba, tú me enseñaste a volar y a escribir. Gracias.